miércoles, 21 de febrero de 2024

Yanara y Tahiel

 



Isaías, mi caballo, fue perdiendo fuerzas y los federales ganaron terreno en este frenesí y dejaron de tirotearme; al parecer me querían con vida y al parecer, yo no les daría el placer de mi presencia. Detuve mi caballo súbitamente y lo acosté en tierra. Me parapeté tras él y con mis dos pistolas herí a dos efectivos que cayeron y a uno alcancé en la cabeza, muriendo en el acto. La partida también se detuvo. Sentí un profundo ardor en el brazo izquierdo. Uno de los plomos de los soldados me había herido. Reanudaron el tiroteo al verme con el brazo ensangrentado, hasta que inesperadamente dieron vuelta y regresaron por donde vinieron. Esta vez, la retirada no la causó mi pistola nueve milímetros, sino, un grupo de pampas que me rodearon. Sus caras eran serias, como en general lo eran. De entre ellos, salió uno, abriéndose paso y desmontó. Era Tahiel.

- Te había prometido que podías contar con nosotros, Yanara – dijo Tahiel.
- Gracias amigo mío, me han salvado la vida; los milicos querían mi cabeza – dije.
- Eres demasiado bella, para que esos cabellos rojos sean separados de tu cuerpo y muy valerosa.
- Sólo me defendía.
- No es la primera vez que despenas huincas, lo sé.
- Y es verdad; pero nunca me causó deleite el tomar una vida, sólo una vez.
- ¿Quién Yanara?
- El comandante de Exaltación, Celaya; había juramentado degollarme en la primera oportunidad; lo envié al más allá antes que él a mí.
- No debes arrepentirte Yanara; eres una guerrera, lo sé y además veo que usas mi collar.
- Es hermoso, cómo no usarlo. Sobre tu piel blanca sobresale aún más. Estás herida, ven con nosotros, las mujeres te curarán.
- Iba camino hacia ustedes Tahiel…
- Con más razón, ven, pero te advierto que la toldería es algo completamente distinto a lo que conoces.
- Ya nada me sorprende mi amigo; te contaré cuán distinto es el mundo de donde provengo.
- Lo espero con ansias, Yanara.

Tahiel y yo cabalgamos a paso lento y sus quince bravos iban detrás.

miércoles, 14 de febrero de 2024

El teniente unitario

 

Viajábamos mansamente con la tropilla federal, pero a la altura del arroyo Maldonado, fuimos atacados por efectivos unitarios, distinguibles por sus uniformes azul verdes. Nos superaban en una proporción de cuatro a uno, que serían como una veintena o más. Los colorados se parapetaron detrás de unas rocas, pero los embates de sus enemigos por fin diezmaron a los hombres de Rosas, perdiendo la vida todos y cada uno de ellos. Cuando las tropas unitarias estaban por disparar a quien suponían el último federal, alcé mis brazos y pudieron ver que era una mujer quien les rogaba por su vida.

Su jefe era un joven de unos treinta años, de impecable guerrera, símil a los de las revistas escolares de las primarias, se aproximó hasta donde me encontraba y desmontó presto para presentarse ante la aparición de una extraña dama en medio de los rosistas. Era un apuesto y vigoroso militar, de largos cabellos negros, facciones finas y ojos almendrados.

- Muy buenos días, madame, soy el capitán Agustín Lisandro del Prado y Mendoza, a sus órdenes – dijo prontamente.

- Buenos días, capitán, soy Lady Elizabeth Olivia Ellsworth, súbdita de su Majestad la Reina Victoria.

- ¿Podría preguntarle la causa por la cual estos bárbaros la acompañaban?

- Desde luego; me llevaban en custodia en prevención de salvajes o delincuentes de los caminos para poder llegar a los Santos Lugares.

- ¿La llevaban detenida? No me parece.

- Y le parece bien capitán; me escoltaban a fin de visitar a un sacerdote amigo mío, injustamente acusado de traidor a la Confederación por el comandante Cuitiño – contesté con amargura.

- Es británica, ahora comprendo los buenos modales del tirano; somos patriotas que vamos camino al norte para reunirnos con las tropas del general Rivera y luchar contra la opresión; creemos que en poco tiempo estaremos en condiciones de entrar triunfantes a Buenos Aires; y de Cuitiño, qué se podría esperar sino bestialidades.

- Lamento desilusionarlo caballero, pero aún resta un tiempo más para derrocarlo.

- ¿Y cómo sabe tanto del movimiento?

- (pensé unos segundos antes de responder) En primer lugar, mi esposo era un enviado del Foreign Office camuflado como comerciante y me participaba sobre los asuntos del Plata y el Foreign Office duda que aún pueda caer el Gobernador; por otra parte, mi amigo el cura, me contactó con algunos miembros del partido unitario en la clandestinidad y ellos no están convencidos del final de esta guerra.

- ¿Puedo saber el nombre de esos amigos?

- No.

- Comprendo Lady Elizabeth, aunque discrepo con sus contactos y con su Foreign Office, si me permite decirlo. Ahora bien, ¿desea que la asistamos hasta cierto punto para facilitarle su visita a la denigrante prisión?

- Mucho me placería, capitán – dije sonriendo de oreja a oreja.

Luego de que los hombres del capitán unitario enterraran cristianamente a los muertos federales, dimos comienzo a nuestro viaje a los Santos Lugares. Agustín y yo cabalgábamos juntos a la par, al frente de la columna. Cada tanto nos mirábamos y reíamos con nerviosismo. “No monta como las damas; sino, como varón; ¿así cabalgan las damas inglesas?” – inquirió Agustín. “No, sólo las que lo hacen sin que las observen en demasía los hombres; es más cómodo y menos peligroso” – contesté rauda.

"Viaje al país de Rosas"

martes, 30 de enero de 2024

La caída


Y esa fue la última vez que tratamos de comunicarnos con Reynolds. La nave dio unas cuantas cabriolas luego de entrar al peculiar aro de colores, pero Ignacio pudo enderezarla, luego de un gran esfuerzo. Al objetivo no podíamos verlo, por lo que Ignacio se negó a lanzar los misiles y decidió dar la vuelta para aterrizar. Sin embargo, por unos segundos entré en pánico al ver la superficie. En ella, nada había, ni la base, ni la ciudad. Sólo kilómetros de nada. Algo como las pampas y algunos árboles dispersos y bosques en forma de islas. Creí ver un poblado lejano, pero lo que más me llamó la atención era que no podíamos aterrizar al no distinguir caminos de asfalto, sólo huellas o caminos de tierra.

El cielo se había despejado y era de nuevo límpido y prístino. Por fin, pudimos ver un camino recto medianamente plano que serviría para decolar. No obstante, el panel de control seguía fuera de línea, frenético y la nave comenzó a hacer “tonel”. Sabía que nuestras vidas pendían de un delgado hilo y que al siguiente segundo podríamos estrellarnos. Cerré los ojos unos segundos, mordí mis labios y traté de superar ese momento. La turbulencia era feroz e Ignacio casi no podía sujetar el volante. El tablero deliraba. No podíamos conocer nuestra ubicación, ni la altura o la presión de la cabina.

- ¡Ignacio, vamos a estrellarnos! – exclamé sobresaltada.
- No Leticia, calmate…
- Ignacio, no se ve la base, lo que veo es llanura, como si fueran las pampas.
- Sí, yo también la veo.
- Atravesamos un puente de Einstein – Rosen.
- Eso es literalmente imposible, nos hubiera aplastado y desintegrado en menos de un parpadeo – replicó Ignacio.
- No, necesariamente.
- No importa ahora; lo que importa es tratar de nivelar el aparato y no caer o por lo menos intentar un aterrizaje de emergencia.
- Voy a enviar un pedido de auxilio.
- Como gustes, pero dudo que te respondan.
- ¡Mayday, Mayday, Mayday, torre de control Reynolds, este es Charlie 933, emergencia por caída inminente, no puedo precisar nuestra posición, controles fuera de servicio, no podemos precisar altitud, tanques de combustible llenos, esta es la teniente Leticia Vázquez, Mayday, Mayday,Mayday, estamos cayendo, ¿me copian?

En un momento, acaricié el mecanismo de eyección, pero no podía dejar a Ignacio, aunque él me solicitó que así lo hiciera. Repentinamente y sin haber oprimido botón alguno, la nave disparó por sí sola los dos misiles a tierra y alcancé a ver cómo una especie de galpón era reducido a escombros en cuestión de segundos, tras lo cual, perdimos altura sin remedio y sin gobierno del A4. Apenas pudimos estabilizarlo y milagrosamente tocamos tierra sin explotar en mil pedazos, a costa de destrozar el tren de aterrizaje y hundiendo en el suelo, parte del radomo, que se quebró con el impacto, luego de una loca carrera hasta un bosque de eucaliptos que nos detuvo.

- Nacho, esto es La Pampa o la Provincia de Buenos Aires, quizás – dije en voz baja.
- Puede ser.
- Te reitero que atravesamos un agujero de gusano.
- ¿Cómo podés estar tan segura?
- Fijate en el reloj digital de la nave, ¿qué marca?
- No puedo creerlo…
- Jueves 14 de abril de 1842.
- Leticia, será mejor que tomemos nuestras armas de mano, debemos ser cuidadosos.
- Ignacio, estamos varados 175 años en el pasado, ¿qué no podés entender?
- Me cuesta aceptarlo; revisá si alguna computadora de la nave quedó en pie; yo iré a explorar, pero antes comprobá si los controles alcanzaron a determinar las coordenadas de la caída.
- Sí, acá están; 34º 16’ 53.1” latitud sur, 59º 08’ 59” longitud oeste.
- Estamos en la Provincia de Buenos Aires, lo sé, pero ¿dónde exactamente? – preguntó de manera retórica Ignacio.
- Se me ocurre que pronto lo averiguaremos.
- Eso me temo; ¿está tu nueve milímetros cargada?
- Sí, cargada y con dos cargadores más y completos.
- Regreso enseguida; este bosque no creo que nos sirva de refugio por mucho más tiempo.
- No te alejes demasiado.
- ¿Insistís con eso que te dijo esa insana profetisa?
- Esa insana profetisa era yo realmente.
- Como sea, tendremos que comunicarnos de alguna manera con la Fuerza Aérea.
- Nacho, no habrá Fuerza Aérea hasta 1912.
- Veremos.



domingo, 10 de diciembre de 2023

La nada

"Qué es la nada. A veces imaginamos a la nada como a la oscuridad infinita. Otras, la imaginamos como un silencio sobrecargado de fantasmas provenientes de infiernos propios y ajenos. Los católicos creen que el infierno huele a azufre y está encendido por unos como leños eternos. Los ateos, son parcos, la definen como el no ser y ahí se detienen. ¿Y yo? Pues yo la ví. La tuve cara a cara. Pude tocarla, olerla, verla y hasta saborearla. Le hablé y ella, como era de esperarse ni se inmutó. Se limitó a dejarme hablar sola como quien se planta frente a un muro. Quizás la nada es eso. Un muro infranqueable. Y del otro lado del muro está el ser me dirá un filósofo de luenga barba y gafas..."


Y continué deambulando por esas calles desiertas que alguna vez albergaron la vida que ahora sólo albergaba nada. Viento que no sabía a viento. Murmullos que no eran tales, sólo producto de mi imaginación, como anhelando el sonido y sólo reverberaba el sonido del silencio, el silencio que desquicia. Las ausencias que desesperan. Y grité y grité hasta llorar, casi obligando a mis ojos a salir de sus órbitas, hinchando las venas de mi cuello, chorreando baba. Y la nada sólo me devolvía el eco. ¿A quién gritaba? A nadie. O a la nada. Pero ahí estaba, la nada misma riéndose de mí...

"Leticia"

JV - 2023 Todos los derechos reservados.

jueves, 30 de noviembre de 2023

Para usted, Lady Elbridge...

 


Emily había despertado con cierta inesperada placidez ese día, un buen día de primavera de esa primavera de septiembre de 1897. Era jueves y no un jueves cualquiera, pues era el baile de inauguración del Jockey Club de Buenos Aires y Emily no tenía demasiado interés en asistir a él. En realidad no tenía demasiado interés en nada o casi nada. Sus estados de ánimo concurrían a la perfección con las damas de su época. Abúlica de a ratos, soñadora, irritable, para luego descender nuevamente en la más profunda melancolía, que sería retratada por los poetas de esos tiempos. La amplia sala que era su dormitorio, daba al Río de la Plata, ese mismo río que la arrullaba en las noches de insomnio sin té de tilo. El dormitorio sobresalía de la construcción general de la casona, como una punta de lanza que desafiaba al manso estuario, como la torre de un castillo perdido en su Inglaterra natal. Una casona en las barrancas de San Isidro, que su esposo había comprado a una familia de aristócratas venidos a menos, luego de la grave crisis económica de 1890.

Lady Emily Vanessa Pendleton, baronesa de Elbridge, veinticinco años, casada con el capitán de la Armada Británica, Lord Thomas Reginald Clifford, Barón de Elbridge, desde los veinte, quien le había transmitido su título al contraer nupcias. No habían tenido hijos y sus familias comenzaban a preocuparse. Emily era hija de John Milford Pendleton y de Edna Gwendolyn Clarke del condado de Kent, nacida en 1872.

La familia Pendleton, una familia plebeya, aunque muy opulenta, vio con buenos ojos su boda con ese arrogante aristócrata ambicioso y trepador y no opusieron resistencia alguna a que su hija menor se mudara casi de inmediato de Kent a España a sus tiernos diecisiete años, en 1889, junto a su joven marido y su primer destino en la Marina, como comisionado especial en Gibraltar.

En España, aprendió a la perfección el idioma e intimó con esa extraña cultura mediterránea de aromas a calidez y sabores de besos prohibidos en danzas de cante jondo, que a ella le eran ajenas en su país y que le excitaban sobremanera a todas luces, a lo que a su esposo, le pareció simpático en un principio, aunque luego dudó en un mar de dudas acerca de su bella mujer.

Aquel jueves, era diáfano. Pocas nubes en el firmamento rioplatense. De alguna manera, presagiaban una noche inolvidable en el edificio de la calle Florida 571, que sería recordado por años. Thomas había sido nombrado miembro “honorario” del nuevo centro social de la aristocracia porteña, por su condición de súbdito de su Majestad y por su título nobiliario que encandilaba a la élite criolla.

La noche seguía su curso y Emily convocaba las atenciones de los caballeros aristócratas, quienes habían olvidado casi por completo a sus esposas, mientras éstas miraban de soslayo a la deseable noble inglesa. Por un momento, logró desembarazarse de los abejorros y tomó asiento cerca de uno de los balcones que daban a la calle Florida, mientras bebía un escocés con hielo, hecho en sí reservado para damas de excepción como ella. De pronto, como de la nada, surgió un camarero, quien le ofreció unos canapés de langostinos...

- ¿No gusta un canapé, “la señora”? – dijo el mozo de fina estampa.
- Para usted, Lady Elbridge – replicó Emily quien a esas alturas del convite no gozaba del mejor humor.
- Usted perdone, “Lady”, pero me encuentro en una república que no reconoce títulos de nobleza… - dijo impertinente el interlocutor.
- Dígame, ¿usted sabe con quién está hablando?
- Aparentemente con una aristócrata más de los que acá están congregados; ¿por qué lo pregunta “la señora”?
- Me gusta su desparpajo; ¿cuál es su nombre? y deduzco que será italiano o ibérico o algo así.
- Deduce bien la señora; mi nombre es Antonio Giovanni Di Paolo, nacido en este país, aunque mis padres son oriundos de Calabria.
- Estaba en la senda correcta, ya veo; y además de servir canapés de langostinos, en una fiesta de oligarcas nativos, ¿a qué se dedica Antonio? – preguntó Emily curiosa.
- Soy hijo de Giovanni Di Paolo, panadero; trabajo con mi padre unas doce horas al día, luego, acudo al comité, pero como sospechará poco tiempo puedo dedicarle a mis compañeros.
- Radicales…
- Sí, radicales, pero, en fin…
- No, no… no sea tímido; algo guarda bajo la manga Di Paolo, como el pintor de la escuela de Siena.
- La señora es una mujer culta, es verdad, mi padre se llama como el pintor, pero, por los caprichosos senderos de la historia, a uno le tocó ser un artista inmortal y a otro, un proletario, cuyo arte se basa en mezclar harinas, aguas y huevos.
- Me gustaría visitar la panadería de su padre, ¿tiene lápiz y papel? ¿sabe escribir?
- Sí, aquí tengo – dijo Antonio sonriendo.
- ¿Por qué sonríe?
- Porque se algo más que escribir, soy abogado…
- ¡Abogado! ¡Y sirve canapés de langostinos!
- Soy el abogado del sindicato de panaderos, señora; pero debo vivir también. No he nacido en cuna de oro. Debí estudiar con el sacrificio propio de mi padre.
- Aprecio su esfuerzo Antonio; pero no se deje confundir con mi título; es verdad que mi familia es rica, pero a los ojos de mi marido soy una plebeya que se casó por su título. Su arrogancia a veces me enferma.
- ¿Y por qué sigue casada con él? – preguntó inquisitivo Antonio.
- En verdad, no sé; fue un arreglo entre familias. No comprendo por qué le estoy narrando toda mi vida a un completo extraño, un abogado devenido en sirviente, que se dice radical, pero que intuyo que su radicalismo se inclina más a Kropotkin… ¿o me equivoco?
- Tal vez no, señora, con su permiso, voy a continuar con mis labores – dijo Antonio.
- Continúe con sus langostinos y vísceras de vacas argentinas. ¡Ah, lo olvidaba! Escriba la dirección de la panadería de su padre, por favor.
- Desconocía que los nobles solicitaran “por favor”.
- Veo que es tan irritante como mi marido, prejuicioso, soberbio y despectivo, la diferencia quizás radica en que usted se encuentra mirando hacia arriba y él hacia abajo – dijo ya más punzante Emily.
- “Los grandes sólo son grandes, porque nosotros estamos de rodillas” – contestó Antonio.
- Pierre – Joseph Proudon – dijo de manera escueta Emily.
- Ah, caramba, ¿los privilegiados también leen literatura para los desclasados? ¿O es una privilegiada arrepentida y con culpa?
- Algunos privilegiados no viven fuera del planeta tierra ni deambulan por tierras selenitas, algunos privilegiados desean conocer el mundo que los rodea, más allá de sus narices. ¿O acaso el hijo de Luis Sáenz Peña no piensa eso? Tengo entendido que piensa lanzar una reforma para que todo el mundo pueda participar en el sufragio (*).
- Hay personas que viven hacinadas en los conventillos de San Telmo y usted, noble señora, me viene con el sufragio universal, lo cual es un primer paso ineludible, claro está, pero que es apenas la punta del iceberg. Haga memoria y hasta podrá leer lo escrito por el representante de la iglesia, aliada indiscutida de las oligarquías y monopolios, cuando no está asociada con ellos, sobre la cuestión proletaria
- La “Rerum Novarum” de hace seis años…
- Sí. Le propondré algo noble señora: si usted lo desea puede presenciar una sesión del sindicato.
- Delo por hecho Antonio, me ha dejado impresionada un abogado que sirve langostinos de noche y que ejerce el oficio de leyes durante el día...


(*) Se refiere a la futura Ley Sánz Peña, de Roque Sánza Peña, sancionada en 1912 y que permitió a la Unión Cívica Radical, llevar al Sr. Hipólito Yrigoyen a la presidencia en 1916.

"Emily". Jorge Vai 2016. Todos los derechos reservados.-





lunes, 27 de noviembre de 2023

Lobos


 Cuándo se es verdugo,

siendo víctima…

Cuándo se es víctima,

siendo quien quita la vida.

 

La vida te la quitan

todos los días

quitándola a mordiscos.

 

Alguien en su miseria

te hace miserable.

te hace menos humano

te hace más loba.

 

Sólo si encuentras a tu

lobo que no es feroz

que te ama,

que te lame las heridas.

 

Sólo en ese momento,

un momento de magia,

un momento de pausa,

de oasis efímero,

te ves humana,

tan humana.

 

En ese momento,

te miras al espejo, cual

espejo roto, rota

y deshilachada,

pero el lobo,

que no es feroz

te dio un presente…

 

Te susurró al oído…

“Eres humana,

mi bella loba,

tan humana”…

 

Noelia García a Octavio…


"Noelia en su laberinto" - Jorge Vai - Amazon - Todos los derechos reservados.

Séneca y yo

 


Me encontraba bebiendo un café en el salón de oficiales de la base. Pero mi mente no se encontraba ahí. Como si me arropara una extraña neblina, mi viejo mentor romano apareció ante mí, quizás por arte de magia, quizás por obra y gracia de alguna reacción bioquímica de mi cerebro. Lucio Anneo Séneca había logrado su meta en mí. Lo imaginaba sentado a mi lado con sus túnicas de aristócrata romano, acariciando mi cabellera y dibujando una mueca como sonrisa poco solapada bajo la sombra de una parra de alguna villa de las afueras de la Roma imperial. 

Somos frágiles, ¿no es así? pregunté.

- Sí, mi niña, lo somos; más aún, frágiles y débiles. Nos procuramos títulos y honores y abandonamos la senda de la frugalidad espiritual con demasiado entusiasmo para colmarnos de placeres y objetos, la mayoría innecesarios para nuestra supervivencia; como si nos placiera el tenerlos y cuando los tenemos, continuamos viviendo esa quimera de vanidades, tan vacíos como al principio, sin percatarnos ni por un segundo, que todo es breve y pasajero y que sólo somos granos de arena de este monumental desierto llamado mundo.

- ¿Es vanidad sentirme diferente a los demás?

- No; porque los demás son diferentes a ti y ni siquiera lo saben y ni les importa; cada humano es único y su motor debería ser la búsqueda de la verdad a través de la razón. Tú la buscas. Sin vanidad y sabiendo que efímera eres. Tu vida un día se escurrirá y ¿qué quedará entonces? Tu recuerdo acerca de cómo escudriñaste en orden a hallar la verdad, el bien, la justicia, la belleza.

- Usted no podría pertenecer al siglo al  XXI…

- Siempre habrá quienes escojan el camino de piedras, áspero y difícil a las vías cómodas que conducen a Roma y tú, mi niña, eres de los primeros.

- Leticia, te dije buenas noches y permaneciste como absorta, como perdida ¿te sentís bien? – inquirió Pablo.

- ¿Eh? Ah… sí, disculpame, sólo recordaba a un viejo profesor de filosofía.

- Una oficial de la Fuerza Aérea filósofa, eso que es digno de verse.

-  Buenas noches Pablo…

-  Buenas noches, capitana dijo Pablo casi en un murmullo

"Leticia". Jorge Vai 2023 - Todos los derechos reservados.